La literatura en nuestro mundo cotidiano
SERGIO SOLER
El oficio de la palabra
es la posibilidad de que el mundo diga al mundo,
la posibilidad de que el mundo diga al hombre.
La palabra: ese cuerpo hacia todo.
La palabra: esos ojos abiertos.
Roberto Juárroz
La literatura, esa mezcla de arte y oficio que, a través del uso de la palabra –el único elemento que nos diferencia de los animales- nos permite disponer de muchas maneras, estrategias, perspectivas, azoramientos e impulsos para entender y explicar la realidad, o irrealidad del universo en que nos toca vivir.
A quienes osamos trabajar, crear, jugar o simplemente expresar nuestros sentimientos. Y también a quienes, a través de la lectura de nuestros escritos, osan trabajar, crear, jugar o simplemente expresar sus sentimientos. En ambos casos, además, la literatura permite acceder a trascendencia. Como autores o como lectores.
La lectura, nos ha permitido a lo largo de la historia resignificar nuestra existencia desde la únicamente humana perspectiva de la imaginación y, de alguna manera, es una suerte de máquina del tiempo intangible que nos permite viajar hacia el pasado o hacia el futuro. No podríamos dimensionar una abstracción como lo es el tiempo y su infinito fluir sino existiera un proveedor de conciencia. La lectura es una, entre varias, un arma para sobrellevar esa conmovedora sensación de pequeñez, de falibilidad, de fatalidad, de impotencia ante la existencia de algo que viene de antes de nosotros y que continúa después. Y, paradójicamente, al mismo tiempo, nos permite divertirnos, viajar, soñar, evocar.
La escritura es otra cosa. Los escritores somos unos de los pocos seres humanos privilegiados a quienes les ha sido dada la posibilidad de lograr la trascendencia de manera concreta y plausible. Las obras que publicamos nos supervivirán. Acaso no seamos conscientes quienes hemos elegido esta forma de vivir y expresar nuestra existencia de la tremenda responsabilidad que ello conlleva.
Nuestras obras son leídas y serán leídas en el futuro cercano o lejano y todo el fárrago de palabras, expresiones, ideas, sentimientos, elucubraciones, imaginaciones y hasta pasiones influirán en el pensamiento de uno, o de miles, o de cientos de miles de lectores.
La unidad o la cantidad son irrelevantes. Lo importante es la influencia. Por ello debemos tener real conciencia del elemento sagrado con el que trabajamos, la palabra, que escrita, oral, digital o como fuere, estigmatizará en mayor o menor grado los pensamientos de otros.
Salvadas estas generalizaciones introductorias orientadas a definir el inestimable valor sacro de la literatura y que podrían debatirse in eternum entre especialistas de toda laya, en un rango abarcador de muchas ciencias desde la filosofía, la antropología, la teología, pasando por la historia, la política, la psicología hasta la matemática y la lingüística, y con la intención de abordar, acaso vanamente, su cotidianeidad, trataremos de responder algunas preguntas acuciantes.
La primera y más desgarradora de todas. ¿Cuál es nuestro aporte para mejorar el mundo si nosotros, en este mismo instante, mientras discutimos nuestra cuitas literarias, sabemos que hay personas sufriendo hambre, frío, abandono, persecución, esclavitud, denigraciones de todo tipo? ¿Alcanza con simplemente con escribir para denunciar o demostrarlo?
La segunda, tan desgarradora como la anterior. ¿Qué podemos hacer los escritores para que quienes nos leen puedan apuntalarse en la difícil tarea de vivir enfrentando la soledad, la angustia y el vacío existencial, la injusticia, el desamor y tantas otras penas prohijadas por este mundo problemático y febril, al decir de Enrique Santos Discépolo en su tango Cambalache?
La tercera, no menos importante. ¿Cómo podemos ayudar y ayudarnos a proveer estrategias para la búsqueda de soluciones referentes a la identidad propia del hombre, al amor como forma de trascender o de sobrevivir, a lo ilógicos que son el mundo y la literatura como temas en sí mismos?
El siglo XXI que nos ha tocado vivir se ha caracterizado por un crecimiento económico beneficiario de unos pocos en detrimento de muchos con el corolario de la acumulación de la riqueza, una injusta redistribución de sus beneficios y un muy pobre desarrollo social para la mayoría de los habitantes del planeta; un deterioro del medioambiente; un aumento inusitado e inexplicable de la violencia; una sociedad de consumo que fomenta el individualismo de las personas; una insatisfecha búsqueda de la identidad propia de la sociedad y de saber quién es realmente cada uno. Y sigue una larga lista de males.
En el marco de la evolución tecnológica que también nos toca vivir y que profundizará su influencia y continuará modificando nuestra cotidianeidad, las ciencias mencionadas anteriormente han esbozado posibles respuestas con mayor o menor precisión y felicidad.
La literatura, y muy especialmente la contemporánea, ha aportado lo suyo de la misma manera que los seres humanos han evolucionado. Como han podido, a tientas entre tanta oscuridad existencial, a impulsos utilizados como meros mecanismos de defensa, tambaleando entre el bullicio de un entorno inexplicable y atemorizante.
Cualquier obra literaria contemporánea, aún al riesgo de efectuar una generalización peligrosa, presenta los siguientes rasgos formales que no ayudan para nada a los hombres y mujeres corrientes a atreverse a vivir un mundo mejor.
Una percepción difusa o borrosa de la realidad, la existencia de distintos puntos de vista de los narradores y de entrecruzamiento, representación subjetiva de la realidad –el caso del fluir de la conciencia universalizados por James Joyce, Virginia Woolf o William Faulkner, por citar tan sólo a tres autores-, la simultaneidad de géneros literarios en una misma obra (muchas novelas actuales pueden, por caso, leerse como formatos poéticos, ensayísticos o misceláneas), o el minimalisno (¡qué decir de los microcuentos o micropoemas tan en boga por estos tiempos!).
Dichos rasgos son reflejo de nuestra existencia. Para peor, y en este sentido los escritores somos los más afectados, la literatura ha sido bastardeada y hasta avergonzada por la tecnología misma y el subproducto de la mala utilización de los medios de difusión.
Cualquiera que sea notable por cuestiones para nada relacionadas con la literatura escribe un libro y hasta recibe mayor difusión de su obra que los escritores cabales. Uno se cansa de esos futbolistas, políticos, arribistas, oportunistas de todas las raleas con sus opúsculos a la venta las librerías y hasta en ferias de cierto prestigio nacional e internacional.
Peor aún, la tecnología ha permitido que improvisados y oportunistas de nuestro bando hagan lo propio. Este comportamiento execrable se magnifica por la actitud de desdén hacia el compromiso con sus pares, con la lectura misma, con la creatividad y con la acuciante realidad social.
Pareciera que cualquiera puede escribir. En realidad, cualquiera puede publicar que no es lo mismo. Escribir es otra cosa y, entonces sí, es posible creer que sí, que todos contamos con la posibilidad de escribir literariamente. Sólo es necesario tener vocación; leer, leer y leer, autocrítica y predisposición a la corrección permanente, tanto propia como de pares, contracción al trabajo y, fundamentalmente compromiso por el ideal de aportar lo que sea necesario para mejorar el mundo. Y eso, todos los aquí presentes lo sabemos, lleva toda una vida. Falta, además, adscribir a esa consigna de Alejandro Dolina, que indica que como artistas cabales debemos predisponernos a estar más cerca del desaliento que del aplauso.
Si la literatura no tiene una proyección social, entonces se queda en el mero entretenimiento. El compromiso con la sociedad debe ser el pilar adonde se apoyen nuestras intenciones artísticas. Desde la arenga, la acción o las armas hasta la resistencia intelectual y la simple actitud de escribir la realidad, todos tenemos un compromiso ineludible.
Doble compromiso, en realidad. Porque, como se dijo al principio la palabra es sagrada y nosotros la usamos como herramienta. Porque quienes nos leen deben recibir claramente nuestro mensaje.
No es cómoda tampoco la situación cotidiana de los lectores. Hay una imagen que la epitomiza. En cualquier lugar del mundo, el pobre lector se ve abrumado por millones de ofertas. Imagínense una esquina cualquiera y un quiosco de revistas. Recorrerlo de extremo a extremo implica caer en la triste realidad de que uno nunca podrá leer todo lo que se ofrece a la venta en el resto de su vida. Y asusta aún más saber que en la semana siguiente esa producción se duplicará o triplicará. Cuántos universos desconocerá el atribulado lector contemporáneo.
La virtualidad tampoco ofrece soluciones sino más bien propone complicaciones. Redes sociales, blogs, sitios de Internet y quién sabe cuántas opciones más en el futuro. Una literatura nueva, revitalizada por la tecnología nos abre, como un agujero negro espacial, nuevas universos a los que acceder. Todo ello disponible, casi gratuitamente, a partir de la cotidiana maniobra de sentarse frente a una pantalla, un teclado y una computadora. Aunque está última ya se lleva a cualquier lado y miles de libros pueden incorporarse a un dispositivo del tamaño de una servilleta.
Nunca como antes la literatura es un reflejo de la realidad. Caos, crisis, violencia generalizada, imprevisiones y todo tipo de dificultades, hacen de nuestra estancia un drama permanente. A la belleza y la felicidad también es posible alcanzarlas a pesar del pesimismo generalizado. La negrura puede iluminarse, las barreras pueden caer, las desazones pueden revertirse, todo lo malo puede enfrentarse, lo imposible puede ser posible. Con la literatura somos capaces de lograr ésta y miles de victorias. Sólo debemos proponérnoslo.
No sabemos –nadie lo sabe realmente- cómo habrá de ser nuestro mundo cotidiano en el futuro. Desconocemos cómo será la literatura futura y de qué manera será un aporte valioso. Contamos, empero, con atisbos indicativos de que con soportes técnicos distintos a los actuales, que no necesariamente reemplazarán a los actuales, y nuevos formatos la expresión literaria cuenta con una muy larga vida.
Siempre habrá un escritor dispuesto a contar el mundo y un lector para disfrutarlo. Para terminar vaya este poema de Roberto Juárroz que compendia poéticamente la primigenia intención de la literatura: la de salvar a los hombres:
Pienso que en este momento
tal vez nadie en el universo piensa en mí,
que sólo yo me pienso,
y si ahora muriese,
nadie, ni yo, me pensaría.
Y aquí comienza el abismo,
como cuando me duerno.
Soy mi propio sostén y me lo saco.
Contribuyo a tapizar de ausencia todo.
Tal vez sea por esto
que pensar en un hombre
se parece a salvarlo
Pensar en un hombre se parece a salvarlo. Parafraseando al citado poeta de Coronel Dorrego, la literatura también se parece a la salvación, exista o no exista salvación.
Sergio Gustavo Soler
Información Profesional:
Licenciado en Lengua Inglesa, egresado de la Universidad del Salvador de Buenos Aires.
Profesor de Idioma Inglés, egresado del Instituto Superior Juan XXIII de Bahía Blanca.
Traductor técnico y profesor universitario en la Armada Argentina.
Corrector estilográfico en editoriales y en medios gráficos del interior del país y de la Armada Argentina.
Periodista de medios gráficos y radiales.
Información Literaria:
Autor de libros y de antologías nacionales e internacionales. Redactor columnista del diario La Nueva Provincia. Corrector y colaborador del diario digital y de la revista Gaceta Marinera de la Armada Argentina. Redactor y corrector de la revista literaria Locos en su Tinta y de la revista de divulgación histórica El Archivo. Colaborador en distintos medios gráficos y revistas del interior del país.
Presidente de la Comisión Directiva del Círculo Literario Punta Alta. Integrante de la Peña de Escritores Rosaleños 13 de Junio, e integrante de las comisiones de la Filial N° 5 de SALAC Bahía Blanca – Coronel Rosales Sociedad Argentina de las Artes, las Letras y las Ciencias), y de la agrupación bahiense Voces del Viento.
Coordinador del taller literario Radiógrafos de la Palabra de la Fundación Ezequiel Martínez Estrada de la Universidad Nacional del Sur, Bahía Blanca y del Taller de la Estación, del Complejo Cultural Estación Solier de la Municipalidad de Coronel Rosales.
Jurado en distintos concursos nacionales e internacionales.
Ganador en certámenes nacionales e internacionales.
Co-autor, junto a la escritora Gladys Acha del blog aladelaberintosalados.blogspot.com.
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