En el mes de febrero recuerdo a Rubén Darío
Él decía:-
Quiero expresar mi angustia en versos que
abolida
dirán mi juventud de rosa y de ensueños,
y la desfloración amarga de mi vida
por un vasto dolor y cuidados pequeños.
Ruben Dario
Ruben Dario
Una de sus poesías
¿Qué signo haces, oh Cisne, con tu encorvado cuello
al paso de los tristes y errantes soñadores?
¿Por qué tan silencioso de ser blanco y ser bello,
tiránico a las aguas e impasible a las flores?
Yo te saludo ahora como en versos latinos
te saludara antaño Publio Ovidio Nasón.
Los mismos ruiseñores cantan los mismos trinos,
y en diferentes lenguas es la misma canción.
A vosotros mi lengua no debe ser extraña.
A Garcilaso visteis, acaso, alguna vez...
Soy un hijo de América, soy un nieto de España...
Quevedo pudo hablaros en verso en Aranjuez....
Cisnes, los abanicos de vuestras alas frescas
den a las frentes pálidas sus caricias más puras
y alejen vuestras blancas figuras pintorescas
de nuestras mentes tristes las ideas obscuras.
Brumas septentrionales nos llenan de tristezas,
se mueren nuestras rosas, se agostan nuestras palmas,
casi no hay ilusiones para nuestras cabezas,
y somos los mendigos de nuestras pobres almas.
Nos predican la guerra con águilas feroces,
gerifaltes de antaño revienen a los puños,
mas no brillan las glorias de las antiguas hoces,
ni hay Rodrigos ni Jaimes, ni han Alfonsos ni Nuños.
Faltos del alimento que dan las grandes cosas,
¿qué haremos los poetas sino buscar tus lagos?
A falta de laureles son muy dulces las rosas,
y a falta de victorias busquemos los halagos.
La América Española como la España entera
fija está en el Oriente de su fatal destino;
yo interrogo a la Esfinge que el porvenir espera
con la interrogación de tu cuello divino.
¿Seremos entregados a los bárbaros fieros?
¿Tantos millones de hombres hablaremos inglés?
¿Ya no hay nobles hidalgos ni bravos caballeros?
¿Callaremos ahora para llorar después?
He lanzado mi grito, Cisnes, entre vosotros,
que habéis sido los fieles en la desilusión,
mientras siento una fuga de americanos potros
y el estertor postrero de un caduco león...
...Y un Cisne negro dijo: "La noche anuncia el día".
Y uno blanco: "¡La aurora es inmortal, la aurora
es inmortal !" ¡Oh tierras de sol y de armonía,
aun guarda la Esperanza la caja de Pandora!
El
autor y su obra.
Una vida
galante.
«En la
catedral de León de Nicaragua, en la América Central, se encuentra la fe de
bautismo de Félix Rubén, hijo legítimo de Manuel García y Rosa Sarmiento». Con
este apunte arranca La vida de Rubén Darío escrita por él mismo (1915). Olvida
anotar el poeta, en un descuido de la memoria, que su nacimiento se produce
realmente en la cercana población de Metapa, el 18 de enero de 1867.
La
existencia ensortijada de Rubén, ha señalado el poeta Pedro Salinas, queda
marcada por dos constantes: «son dos formas de embriaguez, la sensual y la
alcohólica», que dan fe de «su natural constitución humana». Un temprano
impulso viajero incita a Darío («y muy antiguo y muy moderno, audaz,
cosmopolita») a recorrer buena parte de América, imponiendo a su vida un ritmo
discontinuo y nómada.
Rafaela
Contreras, Francisca Sánchez y Rosario Murillo, son las páginas centrales de su
personal «herbier de plaintes saches», que marcan un tormentoso breviario
sentimental de pasión, felicidad y muerte.
Reside
durante un tiempo en El Salvador y en 1885 viaja a Chile, donde colabora con
varios periódicos locales. De su estancia chilena son fruto varios libros entre
los que destaca Azul en 1888. En Buenos Aires empieza a forjarse un nombre
dentro del periodismo y la poesía a partir de 1890. Entra en contacto con la
juventud literaria, Roberto J. Payró, Alberto Ghiraldo o Ricardo Jaimes Freyre
con quien funda en 1894 la Revista de América, y con ellos se entrega a la
«vida nocturna, en cafés y cervecerías». Colabora asiduamente en periódicos
como La Nación de Buenos Aires y publica en 1896 Los raros y Prosas profanas y
otros poemas.
El crucial
año de 1898, enviado por La Nación, Darío está en España explorando las
repercusiones del desastre español en Cuba («El triunfo de Calibán»; «El
crepúsculo de España»). Allí conoce a Juan Valera, Salvador Rueda, José
Zorrilla y a un joven maestro llamado Marcelino Menéndez y Pelayo. Recita
versos en el salón de doña Emilia Pardo Bazán y vive la bohemia madrileña junto
a Manuel Machado, Emilio Carrere, Eduardo Marquina y Alejandro Sawa, quien
además le descubre las sorpresas del viejo París y le presenta a Verlaine en el
café d'Harcourt del Quartier latin.
En los años
siguientes desempeña diversos cargos diplomáticos y publica en Madrid Cantos de
vida y esperanza (1905) y El canto errante (1907). México, La Habana, París,
Barcelona, son las escalas del viaje final de Darío. En Nueva York cae enfermo
y se retira a una hacienda de Nicaragua.
A las 10 de
la noche del 6 de febrero de 1916 murió Darío a los 49 años de edad en León, la
ciudad de su infancia. Frente a su féretro desfilaron durante cinco días miles
de personas. Queden como epílogo de su enardecida vida estas palabras escritas
veinte años antes de su muerte:
«En verdad,
vivo de poesía. Mi ilusión tiene una magnificencia salomónica. Amo la
hermosura, el poder, la gracia, el dinero, el lujo, los besos y la música. No
soy más que un hombre de arte. No sirvo para otra cosa. Creo en Dios, me atrae
el misterio; me abisman el ensueño y la muerte; he leído muchos filósofos y no
sé una palabra de filosofía. Tengo, sí, un epicureísmo a mi manera: gocen todo
lo posible el alma y el cuerpo sobre la tierra, y hágase lo posible para seguir
gozando en la otra vida».
Historia de
sus libros.
«En un viejo
armario encontré los primeros versos que leyera. Eran un Quijote, las obras de
Moratín, Las mil y una noches, la Biblia, los Oficios de Cicerón, la Corina de
Madame Stäel, un tomo de comedias clásicas españolas, y una novela terrorífica,
de ya no recuerdo qué autor, La Caverna de Strozzi. Extraña y ardua mezcla de
cosas para la cabeza de un niño». Esta temprana pasión literaria que conserva
viva la memoria del poeta, sea tal vez el lejano indicio de su precoz impulso
creador: «¿A qué edad escribí los primeros versos? No lo recuerdo precisamente,
pero ello fue muy temprano». Veleidades de poeta «triste y meditabundo»,
aquellos primerizos epitafios rimados que sus convecinos le encargaban para
loar a sus difuntos o el lírico y ligero amor juvenil «de una muchacha que se
llamaba Refugio», fueran acaso presagios de una biografía literaria en la que
eros y thanatos mantendrían un continuado e íntimo diálogo.
Sus primeros
versos aparecen publicados en un diario local llamado El Termómetro. Sin
embargo, será al periodismo al que, apenas superada la niñez, dedique sus
primeros esfuerzos creativos. Labor que principia en el periódico La Verdad, de
la citada ciudad de León, donde publica artículos y crónicas de diversa índole,
continúa en otros como La época o El Mercurio de Valparaíso, y culmina en La
Nación de Buenos Aires. En este último periódico publica una serie de
semblanzas sobre escritores y artistas que anunciaban «nuevas maneras de
pensamiento y de belleza» que, más adelante, formaran parte de su emblemático
libro Los raros (Buenos Aires, 1896). Allí, tras los nombres de Whitman y
Verlaine, Edgar Allan Poe, Lautréamont, Valle-Inclán, Mallarmé, Leopoldo
Lugones o el cubano José Martí, forja Darío la genealogía literaria de su
cuantiosa prole de libros. Poseído de un poderoso instinto creador («yo nunca
aprendí a hacer versos. Ello fue en mí orgánico, natural, nacido»), su frágil y
refinado espíritu le hizo transitar sutilmente entre las cenizas de
simbolistas, parnasianos y decadentes, en pos de una voz propia que, a decir de
Mario Benedetti, se encuentra «en mitad de un largo viaje que arranca en Victor
Hugo y llega, por ahora, hasta Neruda».
Azul...
(1888), libro de poemas y cuentos escrito y publicado en Chile, es la primera
revelación del amplio espíritu moderno de Darío, que un año antes había ya
publicado Rimas y Abrojos. Este libro representa la primera tentativa por
asimilar «al idioma español las cualidades plásticas, pictóricas y musicales
del francés», experimentando con nuevas formas como el poema en prosa. Como en
el relato «Un retrato de Watteau», el Darío de esta época es fragante y
colorista y se entrevé a decir de Juan Valera, quien prologa la 2ª edición del
libro, la mano delicada de los «Hugo, Lamartine, Musset, Baudelaire, Leconte de
Lisle, Gautier, Bourget, Sully Proudhomme, Daudet, Zola, Barbey d'Aurevilly,
Catulo Mendés, Rollinat, Goncourt, Flaubert y todos los demás poetas y
novelistas».
Prosas
profanas y otros poemas (1896) supone la consagración de la poética dariana. A
pesar de la «sencillez y poca complicación» que declara Darío, poemas como «Ama
tu ritmo...» o «Yo persigo una forma...» dan cuenta de la nueva estética,
proclamando todas las novedades conceptuales y formales de la poética modernista.
Un renovado lenguaje fundador de nuevos universos creativos. Crear: como única
y primera ley del verdadero creador.
«Si Azul...
simboliza el principio de mi primavera, y Prosas profanas mi primavera plena,
Cantos de vida y esperanza encierra las esencias y savias de mi otoño». Tras el
exteriorismo de sus libros anteriores, en éste de 1905, sus versos se vuelcan
decididamente hacia «El reino interior». Se acentúa el tono personal y
filosófico en composiciones como «Yo soy aquel que ayer no más decía» o «Lo
fatal». Se vislumbra también la conciencia de ser americano, de vivir en una
América española «que tiembla de huracanes y que vive de Amor».
En El canto
errante (1907), cuyo prólogo está dedicado «a los nuevos poetas de las
Españas», reclama Darío la importancia de la labor del poeta en el mundo
moderno. Este libro resume los que habían sido motores poéticos de sus libros
anteriores, matizando algunos y reafirmándose en todos.
Tras Poema
del otoño y otros poemas (1910) y Canto a la Argentina y otros poemas (1914) y
algunas recopilaciones de crónicas políticas y apuntes de viaje, culmina
providencialmente su producción literaria con un título que, publicado el mismo
año de su desaparición, encierra el sentido de toda su obra: Y una sed de
ilusiones infinita.
Otros libros
Breve
semblanza del modernismo hispanoamericano.
«No hay
escuelas; hay poetas», había declarado el vate nicaragüense. No obstante, tras
los pasos de José Martí, Julián del Casal, Manuel Gutiérrez Nájera y José
Asunción Silva, es clave la figura del gran Rubén para dar fe de vida al
llamado modernismo hispanoamericano, cuya «acrática estética», proclama José
Enrique Rodó, es expresión del «anárquico idealismo contemporáneo». Sus límites
temporales abarcan desde 1882 hasta 1932, aproximadamente.
Tildado de
extravagante, obsceno, degenerado y enfermizo, este movimiento literario y
artístico huye de los dogmas institucionales del dieciocho, y promulga una
profunda renovación estética en la cual la belleza del arte («la musique avant
toute chose», había proclamado Verlaine) fuera única y verdadera soberana. Su
objetivo es promover el progreso intelectual de América, «volando al porvenir,
dando novedad a la producción, con un decir flamante, rápido, eléctrico, nunca
usado, por cuanto nunca se han tenido a la mano como ahora todos los elementos
de la naturaleza y todas las grandezas del espíritu».
El principio
de universalidad, la exquisita sinestesia, la evasión, el exotismo de ambientes
y lugares, y un erotismo nuevo y misterioso de princesas y de ninfas: claves
temáticas de un sentimiento de libertad artística regido «por simbolismo y
decadencias francesas, por cosas d'Annunzianas, por prerrafaelismos ingleses y
otras novedades de entonces, sin olvidar nuestros ancestrales Hitas y Berceos,
y demás castizos autores»: ídolos de porcelana, lugares comunes de anticuario,
a los que el furor renovador de la vanguardia quiso más adelante retorcer
violentamente el cuello.
Pedro Mendiola Oñate
Licenciado en Filología Hispánica
Universidad de Alicante
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